viernes, 10 de abril de 2015

El derroche en los ferrocarriles viene de antiguo

En esta ola de ansia de cambio que vivimos, se habla poco del papel de las inversiones públicas en los ferrocarriles de alta velocidad. Realmente es llamativo que en esta era de austeridad, el Estado Español este año todavía le destine 3500 millones de euros de su deficitario presupuesto. Máxime cuando España ya dispone de la segunda red más extensa del mundo y diversos estudios demuestran no sólo que va a ser imposible amortizarla sino que es la menos rentable de todas. Mucho nos hemos reído de los aeropuertos sin aviones pero probablemente las estaciones de tren sin pasajeros sea un derroche más flagrante.
Sin duda, es uno de los aspectos en los que más se ha mostrado cohesionado el tambaleante régimen bipartidista. En los últimos 25 años tanto PP como PSOE han mostrado un pertinaz entusiasmo por estas infraestructuras. Quizá es de esas cosas que consideran cuestión de Estado, más, en todo caso, que la lucha antiterrorista. Posiblemente ambos hayan encontrado en el AVE una herramienta populista de nuevo rico. Sin embargo, seguramente el factor más determinante haya sido el interés creado por un negociazo que ha sacado de las arcas públicas unos 50.000 millones de euros. Imagino que a las constructoras les habrá ido como agua de mayo, especialmente tras el desplome de la burbuja inmobiliaria. Así pues, tan desproporcionada red de ferrocarriles de alta velocidad parece responder, ante todo, a ese capitalismo de amiguetes que se fundamenta en los obscuros vínculos entre el poder político y las grandes empresas. Sí, ese que los famosos papeles de Bárcenas, por poner un ejemplo, parecían mostrarnos.
Sin embargo, la relación entre ferrocarriles, inversión desmesurada y Estado es prácticamente tan antigua como los propios trenes. De hecho, si en 1830 apenas existía en todo el mundo la línea Manchester-Liverpool, ya en 1840 había más de 7000 km de vías férreas y en 1850 se superaban los 37000 km. La mayor parte de ellas, nos explica Hobsbawm en el clásico La era de la revolución, fueron proyectadas en unas cuantas llamaradas de frenesí especulativo, conocidas por las locuras del ferrocarril de 1835-1837, y especialmente de 1844-1847; casi todas se construyeron en gran parte con capital británico, hierro británico y máquinas y técnicos británicos. Inversiones tan descomunales parecen irrazonables, porque en realidad pocos ferrocarriles eran mucho más provechosos para el inversionista que otros negocios o empresas; la mayor parte proporcionaba modestos beneficios y algunos absolutamente ninguno. Para los contratistas, como es de suponer, sería otro cantar.
No obstante, el ferrocarril no dejaba de ser el símbolo por excelencia del progreso y el desarrollo. En España no fue una excepción. A partir de la Ley General de Ferrocarriles promulgada en 1855, durante el llamado Bienio Progresista, se impuso la fórmula mixta que combinaba la garantía y los auxilios estatales con la iniciativa de los particulares. De esta forma, se aportaban fondos públicos que podían destinarse o bien a la ejecución de determinadas obras, o bien a subvencionar a las firmas concesionarias, o bien a asegurar un interés mínimo a los capitales invertidos en la obra. Gran parte de estos fondos salieron de la desamortización civil y eclesiástica del mismo año.
Tal y como dice Jordi Nadal en su no menos clásico El fracaso de la Revolución industrial en España, la exportación en gran escala de carriles, puentes, vagones, locomotoras y demás artículos sería un incentivo de primer orden para la participación de las grandes compañías siderúrgicas ultrapirenaicas en las compañías ferroviarias establecidas en España. La red, en su segunda fase por lo menos ( la que va de la ley de 1855 a la crisis de 1866) se construyó deprisa y sin pensarlo mucho, porque el negocio estaba ahí: en construir. Con independencia de los resultados de la explotación, el enorme pararrayos estatal había de cubrir todos los riesgos. De 1860 a 1865 fueron abiertos al tráfico un promedio de 613 Km por año, elevando el total explotado a 4800Km.
Cuando concluyó el período de la construcción intensiva y se comenzó la explotación normal de las líneas, se pudo ver que los ferrocarriles españoles producirían unos rendimientos económicos muy escasos. La caída de las acciones se aceleró bruscamente, provocando un mayor crecimiento del déficit público, quiebras bancarias y recesión generalizada: la crisis de 1866. En efecto, la primera crisis capitalista en España fue producida por la burbuja del ferrocarril. Pero no se acaba aquí la lección que podemos sacar de la historia del ferrocarril del XIX.
Josep Fontana (quién te ha visto y quién te ve) en Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX nos explica que la Gloriosa Revolución de 1868 fue en realidad un golpe de estado con apariencias de revolución. La crisis general de los negocios, y en especial la de los ferrocarriles, dice, afectó directamente a los políticos españoles, que se encontraban muy ligados a ellos. Si examinamos los consejos de administración de las compañías ferroviarias españolas, los encontraremos llenos de figuras de la política: El general Serrano fue el presidente del consejo de administración de los ferrocarriles del Norte; Sagasta lo propio del ferrocarril de Sevilla a Jerez; Nicolás María Rivero presidió el de Almansa a Valencia y Zaragoza; Cánovas del Castillo el ferrocarril de Medina del Campo a Zamora y de Orense a Vigo. La lista se alarga, pero me limito a los casos más sonados: suficientes para apreciar que las puertas giratorias también se generalizaron entonces y fueron transversales. Suficientes para entender la influencia de los intereses de las compañías ferroviarias en el devenir político.
A comienzos de 1868 se estaba discutiendo en las cortes la concesión a las compañías de una subvención de 60 millones de reales. Se produjo entonces la muerte de Narváez y la subida de González Bravo a la presidencia del gobierno; éste, por necesidades políticas, decidió cerrar las cortes de modo que la subvención tan largamente discutida no pudo llegar a votarse. A este hecho le atribuye el profesor Fontana el apoyo definitivo a la conspiración del general Prim. El día en que se anunciaba el triunfo de la revolución en la Bolsa de París, la deuda interior, la exterior y los billetes del tesoro, en vez de bajar como suele suceder en estos casos, experimentaron un alza notable. Muy pronto comenzarían a subir las acciones de las compañías ferroviarias, de cuya suerte se preocupó en seguida el nuevo gobierno: se decretó el mismo 1868 un fondo especial de auxilios a las empresas de ferrocarriles y se suspendían las medidas restrictivas dictadas dos años antes, dejando a las compañías en libertad de poner en vigor las tarifas y contratos que considerasen convenientes. Desde la revolución, concluye Fontana, la marcha de las compañías empezó a enderezarse y se inició un sistema de relaciones entre gobierno y negocios que ya no se interrumpiría.
La bibliografía comentada no forma parte de las últimas tendencias historiográficas, precisamente. Son obras de los años 70 de autores reputadísimos. Es, sencillamente, un conocimiento que se ha ignorado deliberadamente. En este país se recurre fundamentalmente a la historia para legitimar movimientos políticos del presente, no para comprender la actualidad y proyectar el futuro, que es la función de la disciplina académica. Por eso padecemos la sobreexposición de determinadas etapas de la historia de España mientras se sumen en el olvido de la noche de los tiempos otras que probablemente aportarían un conocimiento valiosísimo para los tiempos que corren.

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