Cuantas más vueltas le doy, más
evidente me parece el paralelismo entre la Sudáfrica del apartheid y
el llamado conflicto palestino-israelí. Los teóricos del apartheid
(separación en afrikáans) concebían la existencia de dos
comunidades políticas, que no es simplificar mucho reducirlas a los
blancos y los negros. Los mejores territorios eran atribuidos al
estado sudafricano (como medio de expresión de la nación afrikáner)
y los marginales a una serie de pseudoestados no reconocidos
internacionalmente (para las naciones negras) conocidos de forma
peyorativa como bantustanes, a los que quedaban supeditados los
negros aunque jamás hubiesen tenido residencia en esos territorios
ni la fuesen a tener. De esta forma no se reconocía la ciudadanía a
los negros a los que como extranjeros con un permiso de residencia
sumamente restringido se les limitaba la circulación y multitud de
derechos civiles básicos. De los derechos políticos y sociales ya
ni hablamos. Era tal su falta de derechos que, cuando convenía, los
negros eran expulsados de sus residencias y confinados en lugares tan
tristementes conocidos como Soweto.
Afortunadamente, esta pantomima
jurídica jamás fue reconocida internacionalmente y el perverso
régimen del apartheid tras más de cuarenta años de infamia, al
final cayó y a pesar a los grandes problemas que pueda tener la
actual Sudáfrica, parece ser hoy un milagroso paraíso de
convivencia multirracial, multiétnico y multilingüístico de la que
el pueblo sudafricano puede sentirse orgulloso.
La diversidad en ese espacio minúsculo
en el que huellan israelíes y palestinos es menor de la que ha
presentado jamás Sudáfrica, y, sin embargo, la situación se ha
enquistado sin que se pueda atisbar un final feliz. Sin entrar a
valorar por el momento las determinantes cuestiones diplomáticas, la
gran diferencia entre un caso y el otro, entre Palestina y Bantustán,
es que desde el origen del conflicto se aceptó internacionalmente la
separación en dos estados diferentes. Lo que la ONU no aceptó jamás
para el engendro de Bantustán, lo fomentó para Palestina. No hace
falta ser un experto en geografía humana para intuir que un estado
palestino con esos territorios separados difícilmente será viable.
No hace falta ser muy perspicaz para encontrar Gaza un confinamiento
más inhabitable que Soweto. Y sin embargo, sesenta años después de
la ocurrencia atroz de los dos estados todavía se oye a las voces
biempensantes hablar del derecho de los pueblos palestino e israelí
a tener cada uno su estado.
La solución al embrollo es evidente.
Palestinos e israelíes lo que necesitan es un estado que garantice
la paz, la convivencia y la prosperidad y Sudáfrica les demuestra
que puede ser perfectamente compartido. Para ello hay que
desprenderse de consideraciones nacionalistas que atribuyan al
territorio y al estado la condición de expresión de determinada
etnia o comunidad. Religión, lengua, raza, etnia no son condiciones
necesarias para construir una comunidad política, para restringir o
conceder los derechos de ciudadanía a alguien. Ojalá se den cuenta
todos que tienen más a ganar que a perder reconociéndose entre
ellos como conciudadanos. Dejarán de ser un oprobio para la humanidad
para convertirse en un ejemplo.
Desgraciadamente, por el momento, no
hay señal de que eso pueda ser así y sigue imperando la lógica de
la fuerza. El apartheid disponía también de toda superioridad
material como Israel, sólo un factor les separa: el creciente
aislamiento internacional que tuvo que soportar Sudáfrica. Ese es el
papel que le corresponde a la comunidad internacional. Ya, casi nada...