En esta ola de ansia de cambio que
vivimos, se habla poco del papel de las inversiones públicas en los
ferrocarriles de alta velocidad. Realmente es llamativo que en esta
era de austeridad, el Estado Español este año todavía le destine
3500 millones de euros de su deficitario presupuesto. Máxime cuando
España ya dispone de la segunda red más extensa del mundo y
diversos estudios demuestran no sólo que va a ser imposible
amortizarla sino que es la menos rentable de todas. Mucho nos hemos
reído de los aeropuertos sin aviones pero probablemente las
estaciones de tren sin pasajeros sea un derroche más flagrante.
Sin duda, es uno de los aspectos en
los que más se ha mostrado cohesionado el tambaleante régimen
bipartidista. En los últimos 25 años tanto PP como PSOE han
mostrado un pertinaz entusiasmo por estas infraestructuras. Quizá es
de esas cosas que consideran cuestión de Estado, más, en todo caso,
que la lucha antiterrorista. Posiblemente ambos hayan encontrado en
el AVE una herramienta populista de nuevo rico. Sin embargo,
seguramente el factor más determinante haya sido el interés creado
por un negociazo que ha sacado de las arcas públicas unos 50.000
millones de euros. Imagino que a las constructoras les habrá ido
como agua de mayo, especialmente tras el desplome de la burbuja
inmobiliaria. Así pues, tan desproporcionada red de ferrocarriles de
alta velocidad parece responder, ante todo, a ese capitalismo de
amiguetes que se fundamenta en los obscuros vínculos entre el poder
político y las grandes empresas. Sí, ese que los famosos papeles de
Bárcenas, por poner un ejemplo, parecían mostrarnos.
Sin embargo, la relación entre
ferrocarriles, inversión desmesurada y Estado es prácticamente tan
antigua como los propios trenes. De hecho, si en 1830 apenas existía
en todo el mundo la línea Manchester-Liverpool, ya en 1840 había
más de 7000 km de vías férreas y en 1850 se superaban los 37000
km. La mayor parte de ellas, nos explica Hobsbawm en el clásico La
era de la revolución, fueron proyectadas en unas cuantas
llamaradas de frenesí especulativo, conocidas por las locuras del
ferrocarril de 1835-1837, y especialmente de 1844-1847; casi todas se
construyeron en gran parte con capital británico, hierro británico
y máquinas y técnicos británicos. Inversiones tan descomunales
parecen irrazonables, porque en realidad pocos ferrocarriles eran
mucho más provechosos para el inversionista que otros negocios o
empresas; la mayor parte proporcionaba modestos beneficios y algunos
absolutamente ninguno. Para los contratistas, como es de suponer,
sería otro cantar.
No obstante, el ferrocarril no dejaba
de ser el símbolo por excelencia del progreso y el desarrollo. En
España no fue una excepción. A partir de la Ley General de
Ferrocarriles promulgada en 1855, durante el llamado Bienio
Progresista, se impuso la fórmula mixta que combinaba la garantía y
los auxilios estatales con la iniciativa de los particulares. De esta
forma, se aportaban fondos públicos que podían destinarse o bien a
la ejecución de determinadas obras, o bien a subvencionar a las
firmas concesionarias, o bien a asegurar un interés mínimo a los
capitales invertidos en la obra. Gran parte de estos fondos salieron
de la desamortización civil y eclesiástica del mismo año.
Tal y como dice Jordi Nadal en su no
menos clásico El fracaso de la Revolución industrial en España,
la exportación en gran escala de
carriles, puentes, vagones, locomotoras y demás artículos sería un
incentivo de primer orden para la participación de las grandes
compañías siderúrgicas ultrapirenaicas en las compañías
ferroviarias establecidas en España. La red, en su segunda fase por
lo menos ( la que va de la ley de 1855 a la crisis de 1866) se
construyó deprisa y sin pensarlo mucho, porque el negocio estaba
ahí: en construir. Con independencia de los resultados de la
explotación, el enorme pararrayos estatal había de cubrir todos los
riesgos. De 1860 a 1865 fueron abiertos al tráfico un promedio de
613 Km por año, elevando el total explotado a 4800Km.
Cuando concluyó
el período de la construcción intensiva y se comenzó la
explotación normal de las líneas, se pudo ver que los ferrocarriles
españoles producirían unos rendimientos económicos muy escasos. La
caída de las acciones se aceleró bruscamente, provocando un mayor
crecimiento del déficit público, quiebras bancarias y recesión
generalizada: la crisis de 1866. En efecto, la primera crisis
capitalista en España fue producida por la burbuja del ferrocarril.
Pero no se acaba aquí la lección que podemos sacar de la historia
del ferrocarril del XIX.
Josep
Fontana (quién te ha visto y quién te ve) en Cambio
económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX
nos explica que la
Gloriosa Revolución de
1868 fue en realidad un golpe de estado con apariencias de
revolución. La crisis general de los negocios, y en especial la de
los ferrocarriles, dice, afectó directamente a los políticos
españoles, que se encontraban muy ligados a ellos. Si examinamos los
consejos de administración de las compañías ferroviarias
españolas, los encontraremos llenos de figuras de la política: El
general Serrano fue el presidente del consejo de administración de
los ferrocarriles del Norte; Sagasta lo propio del ferrocarril de
Sevilla a Jerez; Nicolás María Rivero presidió el de Almansa a
Valencia y Zaragoza; Cánovas del Castillo el ferrocarril de Medina
del Campo a Zamora y de Orense a Vigo. La lista se alarga, pero me
limito a los casos más sonados: suficientes para apreciar que las
puertas giratorias también se generalizaron entonces y fueron
transversales. Suficientes para entender la influencia de los
intereses de las compañías ferroviarias en el devenir político.
A comienzos de
1868 se estaba discutiendo en las cortes la concesión a las
compañías de una subvención de 60 millones de reales. Se produjo
entonces la muerte de Narváez y la subida de González Bravo a la
presidencia del gobierno; éste, por necesidades políticas, decidió
cerrar las cortes de modo que la subvención tan largamente discutida
no pudo llegar a votarse. A este hecho le atribuye el profesor
Fontana el apoyo definitivo a la conspiración del general Prim. El
día en que se anunciaba el triunfo de la revolución en la Bolsa de
París, la deuda interior, la exterior y los billetes del tesoro, en
vez de bajar como suele suceder en estos casos, experimentaron un
alza notable. Muy pronto comenzarían a subir las acciones de las
compañías ferroviarias, de cuya suerte se preocupó en seguida el
nuevo gobierno: se decretó el mismo 1868 un fondo especial de
auxilios a las empresas de ferrocarriles y se suspendían las medidas
restrictivas dictadas dos años antes, dejando a las compañías en
libertad de poner en vigor las tarifas y contratos que considerasen
convenientes. Desde la revolución, concluye Fontana, la marcha de
las compañías empezó a enderezarse y se inició un sistema de
relaciones entre gobierno y negocios que ya no se interrumpiría.
La bibliografía
comentada no forma parte de las últimas tendencias historiográficas,
precisamente. Son obras de los años 70 de autores reputadísimos.
Es, sencillamente, un conocimiento que se ha ignorado
deliberadamente. En este país se recurre fundamentalmente a la
historia para legitimar movimientos políticos del presente, no para
comprender la actualidad y proyectar el futuro, que es la función de
la disciplina académica. Por eso padecemos la sobreexposición de
determinadas etapas de la historia de España mientras se sumen en
el olvido de la noche de los tiempos otras que probablemente
aportarían un conocimiento valiosísimo para los tiempos que corren.